
- Porque lo hemos aprendido. Lo hemos escuchado desde pequeños de los padres o de algún familiar o de otras personas. Y sin darnos cuenta continuamos con ello toda la vida.
- Por hábito. No sabemos como empezó pero forma parte de nuestra manera de ser y relacionarnos.
- Por tener un tema del que hablar. En ocasiones es el camino fácil, que atrae la atención de otros y lo seguimos utilizando. El rol de «amargado» a veces parece interesante (ya veremos que no). También puede que no sintamos que podemos hablar de otras cosas.
- Porque tendemos a ser pesimistas. Nos centramos en los aspectos negativos, fijándonos en lo que funciona mal o hacen mal otros o nosotros mismos, en vez de aquello que sí funciona o en lo que hacen bien.
- Porque somos perfeccionistas y exigentes. Esta tendencia y también tener expectativas elevadas sobre el funcionamiento o comportamiento de los otros hace que nuestra forma de medir sea más exigente.
- Por falta de empatía. La empatía es la capacidad de ponerse uno en el lugar del otro y cuando no lo hacemos, no entendemos al otro y nos quejamos de lo que siente, piensa, hace o le ocurre.
- Porque nos contagiamos de otros «quejicas». La queja es contagiosa, como el bostezo, predispone a los demás a quejarse, y la conversación se convierte en un intercambio de quejas.
¿Encuentras en la queja algún sentido?. ¿Suelen cambiar las situaciones ante las quejas injustificadas o “vacías”? Y entonces… ¿para que quejarse?. Pues si no te sirven, vamos a reflexionar sobre las consecuencias que tiene el hacerlo y quizá te convencerás un poco más para que decidas dejarlas…“desengancharte”.
En el próximo Post hablaremos de cómo desengancharte de la queja.